El
Taller de Cuento del Metro
Recopilación
de Cuentos del Taller Cuento
de Mario Ramirez en el Sistema de Transporte Colectivo Metro con
Jóvenes Becarios de los Programas de “Ola Cultural”, del
“Instituto de la Juventud” y “Para Leer de Boleto en el Metro”
PRESENTACIÓN
Por Mario Ramirez Centeno
Durante
los meses
de fines del 2007 se llevó a cabo un Taller de Cuento del Metro con
jóvenes que laboraban en la “Ola Cultural” y lectores y
distribuidores de “Para Leer de Boleto en el Metro”, coordinado
por un servidor a invitación del artista y promotor cultural Sergio
Gómez, en donde dábamos apretadamente la teoría de la estructura
del cuento y algunas técnicas de la narrativa en habla española.
Teníamos sólo dos o cuatro horas a la semana durante los dos
últimos meses del año. Pero los jóvenes asistentes bebían a
grandes tragos la teoría y leíamos a excelentes cuentistas con el
fin de exponerlos a la radiactividad de la calidad literaria y a la
capacidad de noquear al lector con un cuento.
Con
esto en mano logramos muchos avances, pues los cuentos aquí
presentados fueron pulidos en el último mes del taller como si de
piedras preciosas se tratara y nosotros fuéramos los orfebres
obsesionados por sacar a relucir las luces y reflejos de bellos
diamantes.
Por ejemplo, Brenda García “Allertse” nos presentó hasta cinco
versiones distintas del que al final quedó como su cuento a publicar
como resultado del taller. En “El Delirio”, nos gana un terror
muy del tipo del “realismo mágico”, en un ambiente de antro, muy
juvenil y actual.
En “La Insipidez del Recuerdo”
Alberto C. Martínez nos entrega un retrato suicida donde se
contradice afirmando que hay una sola realidad y con la que el juega
logrando diversas dimensiones en un juego de espejos donde el mismo
cree encontrar la realidad de una suicida como Sofía y explicar la
de un escritor con Alzhaimer que la describe, pero que a pesar de
todo obtiene éxito con su personaje suicida en un desenlace
paradójico.
Carlos Esteban Jímenez, siempre
llegaba tarde al taller pero presentó múltiples cuentos que más de
una vez se llevaron las palmas de los asistentes. En “Indios
Verdes-Universidad Tragedia” nos presenta una visión apocalíptica
de la sociedad que vive y convive en el metro, trasunta de tragedia
de un extremo a otro y redimida sólo por la esperanza
revolucionaria. Presentó también varias versiones de este cuento
que finalmente quedó en la que ahora presentamos.
David Martínez, con sarcasmo,
casi se nos pierde en la profusión de anécdotas escabrosas dentro
de un solo cuento, pero al final, donde termina el personaje casi
agonizando como víctima de la misma indiferencia que le adolece al
personaje y a la sociedad que parece criticar, lo rescata y gana así
un espacio junto a sus compañeros que realizaron un esfuerzo
denodado, donde en poco tiempo se logró contar con su expresividad
para noquear al lector con un solo cuento.
Román
Borrego Acosta nos presenta a la guerra aniquilada por si misma en un
diálogo casi de prosa poética que concluye con algunos versos,
donde parecidos a ditirambos griegos, casi la rescata de su propia
destrucción, pero al final la hunde con disertaciones que no
terminan de detenerla, para finalmente acabar con la existencia de
esa
entidad que no acabamos de determinar si es femenina, masculina o sin
sexo.
Para terminar con un cuento de un
servidor donde se rescata el pensamiento infantil como verdadero
motor de la imaginación y la magia, despierta en todos los milagros
de la naturaleza todavía presente en muchas partes de la ciudad de
México. Las cosas sencillas de la naturaleza son las que contienen
la magia y terminar con la infancia en la juventud nos presenta
nuevas magias, como la sonrisa de una mujer o la atracción
placentera del erotismo que nos lleva a la reproducción, otra magia
más. Que el presente trabajo les dé momentos de reflexión o
amenidad, consuelo y esperanza para todos los que lo lean.
EL DELIRIO
Por
Brenda
García Rosas
Pseudónimo:
Allertse
El
tres de noviembre del dos mil seis fuimos mis hermanas y yo a un
Halloween en una discoteca
llamada “Estelaris”. Había un concurso de disfraces
en el que nos encontrábamos
involucradas; el animador de la discoteca había anunciado los
premios a los
mejores disfraces.
El
primer lugar consistía en un cartón de cerveza con quinientos
pesos; el segundo, en un
cartón de cerveza con doscientos cincuenta pesos; mientras que el
tercer lugar se trataba
de una cubeta de cerveza con cien pesos.
El
concurso
iba a empezar a medianoche pero cuando llegamos apenas eran las diez.
Mis
hermanas se encontraban platicando con unos jóvenes muy simpáticos
que habían conocido;
mientras tanto, yo me andaba arreglando para el concurso. Fui al
tocador para agregar
algunos detalles a mi maquillaje puesto que quería verme original.
Estaba
nerviosa porque en el tocador donde entré no había nadie y el
ambiente se sentía muy
raro. Me acerqué a un espejo que se encontraba cerca de los
lavabos; al aproximarme
un poco más, observé a una niña con la cabeza agachada recargada
en un rincón,
al parecer estaba llorando; me dirigí hacia a ella y le pregunté:
¿por qué lloras?, ¿te
puedo ayudar en algo?- pero la niña no contestó a ninguna pregunta,
sólo se quedó agachada.
Un
poco turbada regresé al espejo y comencé a maquillarme. De pronto,
escuché un golpe
en el suelo. Creí que se había caído y volteé para buscarla, pero
no había nadie. Caminé
un poco para tratar de encontrarla, sin embargo todo fue en vano, al
menos eso creí.
Entonces sentí un frío intenso recorriendo mi cuerpo. Al mirar
nuevamente al espejo
observé a la niña que se encontraba frente a mí. Volteó a verme,
tenía la cabeza sangrando
y una deformidad en la mejilla derecha. Pegué un grito y salí
corriendo de ahí sin saber a donde me dirigía. Subí unas
escaleras, las
cuales me llevaron a un pasillo oscuro en el cual no podía ver ni la
sombra de mi mano.
Traté de tocar la pared y así guiarme hacia alguna salida.
A lo lejos,
observé una pequeña luz. Poco a poco fui acercándome hasta salir
del pasillo; volteé hacia atrás para ver si la niña estaba
siguiéndome pero no había nadie. Al fin, llegué a donde se
encontraban mis hermanas. Todo
parecía normal, como si no hubiera pasado el tiempo, al verme una de
ellas me dijo:
- ¡Vaya!, ¡ya regresaste!, ¿qué
tienes? Parece como si hubieras visto un fantasma- y comenzó a reír.
Sentí que era objeto de burla.
Comencé a ver borroso, a marearme y a cerrar mis ojos poco apoco...
A lo lejos escuché una voz que
decía mi nombre. Al abrir mis ojos, observé a una de mis hermanas
que decía:
- ¡Despierta! ¡Ya es tarde!
Miré a mí
alrededor. Estaba en mi habitación recostada en la cama. Vi
a mi hermana y le pregunté: ¡¿qué pasó?! Sonriendo me contestó:
- ¡Te quedaste
dormida!, anda, vístete que ya es tarde.
Recuerda que hoy vamos al “Estelaris”; ojalá y ganemos el
concurso de disfraces.
- ¿Concurso de disfraces? ¿Qué
eso no fue ayer?
- ¡Claro que no!, ¡¿Te sientes
bien?!
- Sí, eso creo, no me hagas caso.
Estoy loca.
- Bueno, pues vístete, te
esperamos en la sala pero no tardes.
- Está bien.
Salió de mi cuarto. Un poco
desconcertada me levanté y comencé a arreglarme. Me reuní con mis
hermanas y salimos de la casa con dirección al Estelaris, mientras
pensaba que tal vez lo de la niña era sólo un sueño, por lo que no
le tomé mucha importancia. Llegamos al Estelaris; pero; conforme
pasaba el tiempo, sucedían las mismas cosas que había soñado...
LA INSIPIDEZ DEL RECUERDO
Por
Alberto C. Martínez
Pseudónimo:
Alberto
Constantino
“Te
quiero”. Letra tras letra aparecen como visión espectral
acompañadas del estruendoso sonido de una máquina de escribir.
Luego, una mano recorre el papel con la frase escrita y la arranca.
Tras esto, vuelve a recorrer la hoja.
“Te
amo”, otra frase que corre con la misma suerte. ¿A dónde irán,
dichosas frases? ¿Cuál es el sino de aquellas desgraciadas que no
obedecen más orden que la de su creadora?
A punto de escribir de nuevo,
puedo contemplar quién escribe: Sofía. ¿Qué haces? ¡¿Qué es lo
que estás haciendo?! ¿Perdiendo tu vida plasmando frases que ni yo
sé hacia dónde van? Sorda al reclamo, enciende un cigarrillo
mientras se dispone a escribir en un cuarto no más lleno que de su
ánima agónica y el humo inútil de la decepción.
Luego,
una última bocanada para disponer el cigarrillo sobre el cenicero al
lado de la máquina de escribir; de pronto, la mano de un hombre
maduro contrasta con la suya,
joven hermosa de tan sólo veinte años, quien parece ayudarle a
posar el cigarrillo en el cenicero. Sofía está fuera de sí, sola,
en un cuarto sumamente desordenado. Su cama sin hacer entre un
reguero completo y el cenicero de varias colillas, satisfecha pero
sin aquel hombre quien le ayudó a apagar el cigarrillo, pues ella en
realidad continúa fumándolo. “Y tanto libro, ¿para qué, Sofía?
¿Para sedar tus orígenes de linda erudita? No entiendo la especial
atención que le conmemoras especialmente a uno o dos, aunque admito,
no puedo ver quién es el autor. Sí, sí Sofía, parece que te estoy
escuchando... en verdad puedo escuchar lo que piensas”.
“¿A
dónde has ido guerrero ausente? Si mi arduo estro solitario torna en
locura intransigente, ¿quién será el destinatario?” Yo me altero
y le digo: Calla, ¡calla! Vuelve a tu oficio, beligerante de tu
propio ser, sigue escribiendo tus incoherencias que no admirar ya
más. Y lo más inconexo, siendo obediente como aquello de donde
tomaste tu forma de ente, regresas a tu oficio para escribir algo que
ya no supe de qué se trataba.
Ya es tarde. El
cielo está nublado. A nuestros pies, cae el agua del cántaro de
algún ser celeste y de vez en vez, uno que otro estruendo. Hacia el
patio frontal de la casa, una figura espectral parece des-velarse.
Sofía
parece deambular ensimismada y absorta; viste un camisón blanco, el
cual, la lluvia se encarga de convertirlo en un paño mojado similar
a la de algunas esculturas romanas; sus pies marchitos y la expresión
pútrida denotan un avanzar lento y cansado como el de un peregrino.
Curiosamente estos pies descalzos contrastan con unos tacones
abandonados que descansan frente al guardapolvo de un muro; son
reliquias maltratadas entre hojas de árbol, antes secas, de los que
la tintura artificial había ya perecido, habiendo dejando dos
manchas como halos de óxido que simbolizan el atuendo de la huella
entendida como la presencia de lo ausente. Sofía alimenta su psique
con alucinaciones, demencias y acaso vanas esperanzas de encontrar
una carta dentro de aquel espectro vacío que era el buzón, pues ese
era el motivo porque salió a un ambiente al cual se había negado
desde hacía no sé cuánto tiempo.
Culminación
decepcionante de la ausencia convertida en
molde sobre su rostro silente; era la indiferencia que torna en
coraje al cerrar violentamente el buzón por no encontrar lo que
esperaba. De regreso al interior de su casa, Sofía cierra de manera
silente la puerta principal por la que salió pero un ruido irrumpe
la tranquilidad. ¿Sonaría? Sonará... suena, había sonado y
sonaba. Eran timbres uniformes con un compás definido. Uno, dos,
tres, cuatro... y continuaba sonando mientras Sofía se acercaba
lentamente hacia un teléfono blanco. Su rostro comienza a irradiar
lúmenes de esperanza sobre todo cuando lo toma entre sus manos. Una
sola vez más el teléfono sonó y paró mientras reposa en sus
manos, como si las llamadas evadieran la presencia de Sofía o el
tocar de ella... tu tocar. Y se hincó... cabizbaja, con el rostro
cubierto por sus cabellos que asemejaban hilos de seda en caída de
rocío. ¡Comenzaba ya la hora del teatrino! El par de telones —unas
cortinas pesadas que cubrían la ventana principal de la estancia—
comienzan a cerrarse por autonomía como controlados por tramoyas
para que la oscuridad te opacase, sin que muriese tu acto mientras
dos reflectores alumbraban la escena. No hubo carta, correcto; mínimo
habrá una llamada tal vez, no lo sé, quizás el tiempo lo dirá.
No sé cuántas horas sucedieron a
tu depresión. Sólo sé que el cielo se vestía ya de luto con
lentejuelas absortas de color; pero escasas, un tanto escasas debido
al desgarre que tuvo el cielo. Para entonces, Sofía se encontraba
preparando la cena. Siempre ensimismada y taciturna, parece actuar
mecánicamente. Se acerca a su mesa con un plato vacío, una cuchara
y un envase de vidrio lleno de leche. Y no podía faltar: un libro
de... ah, sí, lo conozco, yo lo conozco. Es un pésimo escritor,
cree únicamente en sus debrayes y conecta su vana realidad con la
nuestra para, según él, formar "la verdadera". Estúpido.
Tiernamente Sofía toma el libro
para comenzarlo a hojear, el cual tenía ya pocas páginas por
cierto. Atónita, pero con un semblante de niña tierna, parece leer
una página que la hace detenerse. Inmediatamente le da por arrancar
con dulzura esa página y las subsecuentes; realmente, las únicas
que restaban del libro. Entonces las comienza a triturar y las
convierte en tiras que deja caer a su plato. Al lado de la pasta del
libro, encontrábase una especie de separador que tenía más aspecto
de carta que de lo primero.
Todavía no
cenarías. Necesitabas que te escucharan: "No soy una actriz, no
un vado harto soy. Duda de aprendiz, dime amor ¿qué
soy?". Entonces, lentamente Sofía coloca la carta-separador a
su lado y sobre ella, su mano, la cual parece descansar aunque
ciertamente da finta de ser una acción telepática entre la carta y
ella. Por osmosis aparente, existe una comunicación con tan sólo el
contacto de su mano sobre aquel viejo papel.
"Pareces mística, si no
fuera por tu contexto creería que visualizas tu matrimonio con
Dios". Consecuentemente, decides cenar. De manera
incomprensible, tomas el envase de leche y comienzas a vaciarla sobre
tus recuerdos alimenticios con aquel saborizante insípidamente
dulce.
¡Ah, y no era suficiente!
Necesitabas tu especia que complementara tu cena. Una más, era la
última frase que escribiste en la máquina, la cual ya no pude
apreciar. "Te necesito" caía a tu plato: una frase en
aquel papel infecto que lo admirabas con cierta curiosidad. No te
quedó más que revolver tus pensamientos, quereres y adulaciones en
tan blanco disolvente para por fin cenar. Rodeándote, transitando a
tu lado pero tú, ni en cuenta. -¡¿Qué haces?! -me preguntaba-
¿por qué Sofía? ¿Qué tienes? ¡Contéstame! Ah, imposible, sabía
que eso era imposible.
Horas lentas
con andar rápido. La agonía de Sofía aún no terminaba, todo lo
contrario, apenas iniciaba. ¿Puedes verme? Estoy aquí, afuera de tu
lúgubre aposento. Si me vieses, te preguntarás por qué no toco. Y
es que Sofía no podía conciliar el sueño pues había
iniciado la carrera hacia un suicidio con base en una especie de
inanición, pues había repetido por un número indeterminado de
días, la acción previa respecto a la ingesta de papel; su depresión
la encerraba en la austeridad de la soledad y el desahogo enfermizo
entre llantos y respiraciones entrecortadas. Con su mirada hinchada,
los ojos más bellos que jamás hubiera visto, empañados de dolor
estaban: de ámbar tus ojos, mis perlas de cristal, ¿por qué son
rojos?
Inesperadamente, no sé que
arrobamiento la llevó a levantarse. Parecieras tener prisa pues
prestamente te da por desnudarte e inmediatamente cambiar tu atuendo
por un vestido de gala, el cual deja ver deliciosamente tu efigie
perfecta de canon clásico. Tus pies parecieran albergados por la
antítesis de los tacones abandonados entre hojas y lluvia. Sí, eras
como el día en que te conocí. Elegante, como dispuesta hacia una
cita ficticia, te diriges hacia la estancia intentando sostenerte de
lo que encontraras a tu paso para no desplomarte debido a tu agobio.
Tirabas accidentalmente los instrumentos de tu cena y las cosas que
había sobre la mesa: también las paredes ya estaban cansadas,
incluso de ti.
Entre
gritos y desesperación, Sofía se obsesionaba por encontrar algo
entre el reguero de su estancia. La aflicción desesperada por
encontrarlo era eterna y el hallazgo imaginario. Y finalmente has
enervado
tu esfuerzo inútil: Elixir, elixir, elixir —decías—
cuánto numen necesitas para escribir la palabra elixir.
Pareciera como si te pudiera ver a
los ojos: lo sabía, me mirabas y me buscabas. Entre tu balbuceo y tu
posición sedente en el piso, parecieras tocarme aunque no con mucho
gusto. Ojalá fuera a mí; me encantaría te desquitaras conmigo pero
era sólo con mi engendro: una pasta de un libro sin hojas,
evidentemente todas habían sido arrancadas... y el título, ¡bah!
es lo que menos importa. Desquítate con ella, con aquella que
albergó mis letras que ahora tu organismo resguarda. Una vil pasta.
Querías hacerla tuya, que ese icono fuese la persona que añorabas,
pues después de haberla maltratado tan frígidamente la arrastrabas
cerca de tus entrañas y la protegías.
“Te
odio”. Letra tras letra impuesta una a una adquieren ser con la
intencionalidad merecida dentro del mismo recinto anteriormente
referido. “Te detesto”, otra frase que fenece. Continúa
escribiendo pero ahora si me atrevo a mirar todo lo que hace, aunque
tal vez ella ni lo note. Las frases morían pero de una manera
extraña: no eran rotas ni botadas. Sofía escribió otra frase que
no alcancé a leer, la cual arrancó y como empachada fue la última,
el último recuerdo que se devoró. Pobres, en ti estaban todas las
frases, papeles insípidos que creía perdidos.
Sin
más, al lado del cigarrillo consumido que te había
yo retirado —porque
sabías lo mucho que detestaba que fumaras—
se encontraba otro libro con la misma carta que usaste a la hora de
la cena, la cual había yo firmado hace meses. ¡Je! Es que uno se
siente tan bien de ser recordado e incluso de recordar el argumento
con el cual alguna vez te dejé.
“Mi
querida Sofía, llega el momento en que la exigencia del trabajo y
la gente que te admira te
obligan
a un desmesurado esfuerzo; llega uno a hartarse hasta decir, ¿de qué
me sirven mis malditas
obras? Temo decirte que las posibilidades que siempre has odiado
acerca de mi estancia en este lugar están a punto de desvanecerse.
Me
han encadenado a sus pico, lejos de ti... de tus ojos y tus besos sin
poder elegir.
Dirás por qué, me maldecirás tal cual, me indagarás cómo, y yo
sólo me ausentaré sin darte un último beso, sin poder leer de mis
propios labios esta carta. Tú sabes ahora lo lejos que estoy, lo
mucho que te extraño pero esto y aquello es imposible. Detesto
la distancia.
Durante las afanosas y ásperas noches, me es muy difícil conciliar
el sueño y hay algo que inesperadamente lo logra: el fastuoso cuento
de hadas que juntos creamos y
el capítulo en que lo dejamos con un amargo separador, como algo tan
preciado,
como un recuerdo dulce que perdurará en nuestra memoria. Sabes que
siempre vivirás en mí, no importando mi situación. José Manuel.”
¡Qué curioso! Incluso puedo recordar mis errores
léxico-gramaticales que cometí aquella vez al escribir la carta...
mis lapsus
cálami
que
en conjunto también dicen algo.
De un cajón,
Sofía extrajo un gotero. Con aquel líquido empapa la carta que
acababa de leer. Gota a gota, y después un chorro, se expanden e
infestan el soporte de manera uniforme. Un elixir clorhídrico que lo
único que hacía era justificar tanta erudición y la temática
concreta de los libros de ciencia que tenía, los cuáles eran fíeles
amantes de Sofía. No la pude detener pues había ya ingerido su
última cena. Satisfecha, sentóse a leer de nuevo mí
libro, La
Insipidez del Recuerdo,
el
cual curiosamente poseía las páginas enteras. Sofía espera el
triunfo de la muerte. El dolor inminentemente llegará. Mejor
durmamos y apaguemos la luz para descansar.
“Pues
ya había tragado la carta junto con la ponzoña de su sueño de
oficio, para arrinconarse tranquila y posarse en una silla para leer
aquél, aquél que lleva el título de éste: La
Insipidez del Recuerdo.
Cuánto
numen necesité para escribir la palabra elixir, mismo que debiese
ser la expiación catártica, porque como escritor eres capaz de
acabar con su vida. Fue la misma cantidad de inspiración la que me
llevó a confesarme contigo, a confesar mi mentira aunque sepa en el
fondo que ha transitado como verdad irreal. Muchísimas gracias.
Atentamente, anónimo”.
Reporteros,
camarógrafos, escritores, artistas y medios se congregan en la
presentación del libro Antología
#9
del
programa “Para leer de boleto del metro”, en el cual el escritor
José Manuel Blumenkron participó con su obra La
Insipidez del Recuerdo.
Los
haces lumínicos de cámaras fotográficas impactan sobre los
invitados en la mesa y específicamente sobre Blumenkron, un
individuo de 60 años aproximadamente quien se muestra taciturno.
Cuando concluye la moderadora con la presentación referida
anteriormente, se le otorga la palabra al escritor. Este,
ensimismado, no reacciona de facto sino que tarda en agarrar el
micrófono.
— Es
así como puedo resumir la obra —decía—
por lo que agregué al final de la misma esta dedicatoria a todos mis
lectores; así pues, no los canso más con mis palabras. Pareciera
que Blumenkron da por terminada la mesa por lo que todos comienzan a
movilizarse, pero los medios se muestran hostigantes y se acercan a
la mesa a cuestionar al escritor. Entre ellos sobresale un reportero,
es un hombre de unos treinta años que sube la voz para hacerse
notar. Le llamó tanto la atención su insistencia que concluye por
hacer un ademán para que lo dejen hablar. Blumenkron es tan
respetado que la gente y los medios lo obedecen, por lo que se invita
a que lo dejen solo a él hacer la pregunta.
—Sé
que va a sonar raro para usted, maestro, pero en mi mente asalta una
duda ahora que tuve la oportunidad de leer la obra. Es con respecto a
qué lo orilló a escribir La
Insipidez del Recuerdo.
¿En
qué respuesta cabe mi cuestión? ¿Fue inspiración real,
imaginaria, alguna experiencia personal o algo que supuso pasó sobre
algún hecho de la vida de alguien o la suya? Realmente, ¿existe o
existió Sofía?
— la
pregunta deja estupefacto al escritor. Se siente intimidado y
nervioso pero pareciera salir airoso.
— ¿Por
dónde empezar? Recuerdo a mi padre, cuando vivía me decía que
siempre tenía que ser objetivo con mis explicaciones, nunca
contestes sin contestar, argüía. Estaría decepcionado si me
escuchara ahora.
Entonces
su semblante torna
hacia una sobria seriedad. —No
lo sé, no logro entender todavía por qué escribí eso, no logro
entender por qué estoy aquí. Si te dijera que ha sido una
transición psíquica de un personaje ficticio no sería coherente.
Finalmente, su seriedad comienza a
tornar en evasión y melancolía entre argumentos fútiles. Continúa
con frases similares y termina impávido, mudo. Era un momento muy
extraño. Pareciera entrar en un estado de trance análogo al de
alguien que se confiesa.
—Yo
ya estoy viejo ... y también muy enfermo, y... mi mente... no
coordina ni el pasado, ni sus recuerdos o la memoria. ¡Por favor,
por favor! —entonces
Blumenkron entra en una desesperación y está a punto de llorar
—...mi
obra, mi Sofía, ¡¿qué fue?! No lo recuerdo.
Sus
ojos que se fueron llenando del medio acuoso del alma hasta
finalmente expulsar únicamente dos lágrimas y él, postrado,
totalmente estático.
Únicamente una conclusión: la
ovación del público.
Por
Brenda
García Rosas